La sociedad moderna rechaza de forma más activa el fanatismo religioso, entendiendo que sus raíces se encuentran en un desarrollo espiritual distorsionado y en la pérdida de orientaciones morales. Hoy en día, muchos están convencidos de que el verdadero enriquecimiento interior de la persona comienza con una vida espiritual profunda y equilibrada, en la que se da prioridad a la superación personal, en lugar del dogmatismo y la violencia. Esta posición permite evitar puntos de vista extremos, capaces de destruir los vínculos sociales y fomentar la división en el colectivo.
La indiferencia tanto de ateos como de fanáticos hacia las creencias ajenas socava la esencia del diálogo interconfesional, ya que priva la comunicación de la posibilidad de apoyarse en la comprensión y el respeto hacia la individualidad del otro. Cuando una persona, ya sea representante del ateísmo o seguidora fanática, no intenta comprender o valorar la fe ajena, reduce la discusión al enfrentamiento de ideas, donde la idea sustituye a la persona real y la participación cautelosa da paso a la repetición mecánica de dogmas establecidos.
La respuesta a su pregunta no se refleja directamente en los materiales citados, pero algunas de las fuentes mencionadas insinúan que la incorporación de elementos del Islam en un contexto donde tradicionalmente predomina otra religión puede provocar una reacción violenta y negativa.
La expresión religiosa activa y ruidosa puede tener un efecto dual en el diálogo interconfesional y en la percepción social de la religión. Por un lado, la intensa emotividad puede evidenciar la fuerza de la identidad religiosa y la convicción interna; sin embargo, cuando tales manifestaciones se tornan en formas extremas o agresivas, a menudo contribuyen a la formación de estereotipos negativos y al rechazo social, lo que dificulta una comunicación constructiva entre representantes de diversas confesiones.
Los mitos y conceptos religiosos perciben la transición del día a la noche no simplemente como el cambio de periodos luminosos y oscuros, sino como la manifestación de una profunda dualidad metafísica: luz y oscuridad, plenitud e incompletitud, que simbólicamente transmite los procesos del acto creativo y el orden divino del ser.